2.11.10

La última palabra en el Estado constitucional

MIGUEL CARBONELL

EN UN LIBRO muy importante, de esos que se vuelven indispensables desde el momento mismo de su publicación, Pedro Salazar nos explica que una de las discusiones más recurrentes en la teoría constitucional y en la teoría democrática contemporáneas tiene que ver el sujeto al que se le debe reconocer el poder de decir la última palabra en determinados temas[1] . Se trataría de saber quién puede resolver, de forma definitiva[2], un asunto que tenga relevancia constitucional.

Para algunos, la última palabra la debe tener el parlamento, pues los legisladores representan al pueblo soberano. No sería democrático no tomar en cuenta, como poder de emitir la “última palabra”, a quienes el pueblo ha elegido democráticamente, en aplicación de la regla básica de cualquier sistema democrático: el principio de mayoría, que significa que quien obtiene el mayor número de votos es quien puede tomar las decisiones más importantes.

Para otros la última palabra la deben tener los jueces, y particularmente los jueces constitucionales. Para quienes afirman lo anterior es obvio que no todas las decisiones, y menos las decisiones finales, pueden ser dejadas a la voluntad de los representantes de una mayoría electoral, por amplia que sea. El principio de mayoría debe ser equilibrado por otro principio básico de todo sistema constitucional: el respeto a las minorías. El ámbito de decisión parlamentaria estaría delimitado por la esfera de lo indecidible (Ferrajoli) o por el coto vedado (Garzón Valdés); tanto una como el otro tendrían un perímetro definido por los derechos fundamentales. Tales derechos serían una especie de valla infranqueable que no permitiría al legislador tomar o dejar de tomar ciertas decisiones. Los jueces constitucionales serían los encargados de supervisar que el legislador haya cumplido con esos límites (positivos y negativos) y podrían en consecuencia emitir la última palabra sobre las cuestiones más controvertidas.

Me parece sin embargo, que ninguna de estas posturas puede tomarse en su literalidad, puesto que no resuelven adecuadamente el problema; en este sentido es muy acertado el diagnóstico de Pedro Salazar cuando señala las “tensiones” que conviven al interior del modelo del “Estado constitucional y democrático de derecho”. Desde luego, este modelo de Estado exige que el legislador esté subordinado a la Constitución. Dicha subordinación no tiene que ver solamente con la lógica del constitucionalismo, sino que también es una exigencia del propio sistema democrático: si no se tuvieran ciertos derechos, sería imposible pensar en que hubiera democracia. ¿Cómo sería posible ejercer correctamente el derecho de sufragio activo (derecho de votar) sino hay libertad de expresión garantizada en el texto constitucional? ¿cómo podemos competir en las urnas si no existe una norma que claramente establezca el derecho de asociación en materia política?

Los derechos fundamentales, todos ellos, son pre-condiciones para poder construir un Estado democrático. Sería iluso pensar en cualquier democracia que no fuera una democracia con derechos, pues – repito – estos suponen una pre-condición (seguramente no la única) para su existencia. Los derechos fundamentales son, como ha dicho Ferrajoli, la dimensión “sustancial” de la democracia; una democracia “de contenidos” es una democracia con derechos.

Pero entonces, ¿quién decide sobre los derechos? Partamos de una obviedad: aunque estén recogidos y enunciados claramente en la Constitución, no es posible saber con certeza qué alcance tiene cada derecho fundamental. Habrá que hacer un ejercicio de interpretación que a veces puede ser muy complejo para estar en aptitud de determinar el perímetro de la realidad que está protegido por las normas constitucionales que consagran derechos fundamentales.

En un primer momento le corresponde al legislador decidir sobre la extensión de los derechos (dando por hecho que el texto constitucional los recoge directamente o que reenvía al derecho internacional para tal efecto). Esto se hace a través de la emisión de leyes que detallan y concretizan los mandatos constitucionales en la materia. Así por ejemplo, en años recientes el legislador federal mexicano ha emitido dos leyes de gran relevancia para determinar el derecho a no ser discriminados y el derecho de acceso a la información. Me refiero a la “Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación” y a la “Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información a la Información Pública Gubernamental”. En ambos casos el legislador intentó darle contenido concreto a dos mandamientos muy abstractos, como lo son el párrafo tercero del artículo 1 constitucional y la última frase del artículo 6 de la Carta Magna[3] .

Algunos pensarán que el legislador hizo un muy buen trabajo al emitir dichas leyes; para otros, el legislador se habrá quedado corto; otros más dirán que las leyes en cuestión tratan de forma inadecuada (por defecto o por exceso), alguno de los temas que regulan. ¿Cómo saber si tales leyes se encuentran en la línea correcta para proteger los derechos de que se trata? Los que lo podrán decidir son los jueces constitucionales y, en última instancia, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que es el órgano terminal en materia de derechos fundamentales al ejercer el control de constitucionalidad de las leyes.

La sentencia que en su caso pueda emitir la Corte, ¿puede decirse que constituye la última palabra y que, en consecuencia, el tema está cerrado? ¿los asuntos resueltos por la Corte son ya indiscutibles? La respuesta debe en ambos casos ser negativa, por varias razones.

La razón más obvia por la que lo que diga la Corte no puede considerarse como la última palabra es porque existe un mecanismo supremo de corrección de los criterios judiciales: la reforma constitucional. Si el poder reformador de la Constitución no está de acuerdo con un criterio judicial de interpretación de la Constitución, puede proceder a cambiar la propia Constitución. No es algo que pueda o deba hacerse con frecuencia, porque la Constitución no debe cambiar para contrarrestar los efectos indeseables de alguna sentencia, pero eventualmente puede llegar a darse. En contra de que se utilice a la reforma constitucional con mucha frecuencia opera el principio de rigidez constitucional; la rigidez obliga a las mayorías parlamentarias a seguir procesos más o menos tortuosos, con requisitos de votaciones calificadas, para poder modificar la norma suprema. En este sentido existe, como bien lo apunta Salazar, una “tensión” entre el principio democrático y el principio de rigidez constitucional.

Una segunda razón para considerar que los criterios judiciales no cierran los temas es la siguiente: los tribunales supremos se renuevan periódicamente, sus componentes van y vienen; quienes llegan a ocupar el cargo de ministro pueden o no estar de acuerdo con criterios sostenidos por una integración anterior de la Corte.

Lo que se pierde hoy por una mala sentencia, se puede ganar mañana si cambia el sistema de mayorías dentro de un órgano judicial de carácter colegiado. Eso hace que los temas puedan y deban volver a ser discutidos. Recordemos que esto le ha sucedido incluso a la Corte constitucional más prestigiosa del mundo que es el Suprema Corte de los Estados Unidos.

En Estados Unidos no son pocas las ocasiones en que la Corte ha cambiado sus criterios jurisprudenciales (llevando a cabo el llamado overruling), incluso en temas de la mayor relevancia. Una nueva integración puede dar lugar a nuevos criterios interpretativos, sobre todo en aquellos asuntos que se han resuelto por una votación muy apretada.

Una tercera y última razón por la que las decisiones de última instancia no deben considerarse como indiscutibles es que las democracias de nuestros días deben ser concebidas como sistemas deliberantes; esto significa que todos los temas deben estar abiertos a la discusión, lo cual no implica que estén abiertos a soluciones que se alcancen solamente a través del diálogo.

La deliberación democrática, sin embargo, nos puede llevar a sacar conclusiones diferentes sobre ciertos temas y puede influir para que la Corte se de cuenta de que uno de sus criterios no es muy adecuado o bien de que le faltaron razones para sostenerlo, de forma que los ministros se esforzarán en justificar de manera diferente la resolución de casos futuros semejantes.

Lo importante, para terminar, es tener en cuenta que en el Estado democrático se debe dar un balance permanente entre el parlamento, los jueces y la opinión pública (sobre todo la generada por los especialistas, aunque no únicamente por ellos). Ese balance es el que, a fin de cuentas, podrá nutrir un esquema de división de poderes que hoy como nunca debe ser entendido en sentido amplio: los poderes a controlar no son solamente los poderes públicos, sino todos los poderes económicos, ideológicos y mediáticos también. Entre unos y otros debe existir una tensión permanente, un equilibrio, en interés de la Constitución y con el objetivo de mantener una vigilancia constante en defensa de nuestros derechos fundamentales.

Por lo anterior, podemos concluir que en el Estado constitucional nadie tiene la “última” palabra, sino que se van dando etapas y soluciones parciales dentro de una gran y constante discusión democrática, que no solamente no puede darse nunca por terminada, sino que ni siquiera sería valioso que llegara a su final, pues si dejamos de debatir y discutir sobre los temas más importantes habremos con seguridad llegado al final del Estado democrático.

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MIGUEL CARBONELL é pesquisador, professor e coordenador da área de Direito Constitucional do Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. É autor de vários livros, dentre eles “Los derechos fundamentales en México”, 3ª edición, México, Porrúa, UNAM, CNDH, 2009.

Publicado originariamente no site do autor em 24/10/2010.

Notas:

[1] Salazar, Pedro, La democracia constitucional. Una radiografía teórica, México, FCE, UNAM, 2006. Agradezco al autor las amables observaciones que se sirvió hacer a una primera versión de este texto.

[2] Esta definitividad debe entenderse dentro del contexto de sociedades plurales, que van evolucionando conforme pasa el tiempo. Se trataría de una “definitividad en el tiempo”, sujeta desde luego a todo tipo de mutaciones futuras.

[3] Con posterioridad este artículo fue reformado para incluir provisiones más concretas sobre el derecho de acceso a la información.

Sugerencias bibliográficas:

Carbonell, Miguel y Salazar, Pedro (editores), Garantismo. Estudios sobre el pensamiento jurídico de Luigi Ferrajoli, 2ª edición, Madrid, Trotta, 2009.

Ferrajoli, Luigi, Derechos y garantías. La ley del más débil, Madrid, Trotta, 1999.

Ferrajoli, Luigi y otros, Los fundamentos de los derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2001.

Ferrajoli, Luigi, Democracia y garantismo, Madrid, Trotta, 2008.

Garzón Valdés, Ernesto, “Representación y democracia” en su libro Derecho, ética y política, Madrid, CEC, 1993.

Nino, Carlos Santiago, La constitución de la democracia deliberativa, Barcelona, Gedisa, 1996.

Salazar, Pedro, La democracia constitucional. Una radiografía teórica, México, FCE, UNAM, 2006.



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